Hay una antiquísima historia bíblica conocida como “la torre de Babel”, que narra lo acontecido cuando los hombres quisieron construir una torre que llegara hasta el cielo, que manifestara su poder y los hiciera famosos. Pero, la búsqueda de poder y el afán de pasar gloriosamente a la historia hizo imposible que se entendieran entre ellos. La confusión de lenguas hizo que la obra quedara inconclusa, y los discordes constructores quedaron dispersos, cada uno hablando su propia lengua.

El símbolo de Babel es el que se alza cada vez que el espíritu humano es poseído por la autoafirmación, el deseo de poder, la ceguera del orgullo y la arrogancia sectaria. El resultado no son sólo las obras inconclusas, sino el fin de las buenas voluntades, las rupturas y divisiones entre personas y pueblos que tenían una obra en común, las injusticias de todo tipo y la violencia con sus ríos de dolor y sangre.

¿Será posible dar vuelta la fatalidad de Babel?, ¿será posible un lenguaje común que permita que se entiendan los diversos?, ¿será posible realizar una obra común?, o ¿será que estamos inevitablemente vencidos por el hado funesto de la división y toda clase de rupturas?

Son preguntas que pueden ocupar la mente y el corazón de cualquier persona que mira su vida de cada día, que mira nuestro país y un mundo convulsionado por divisiones, violencias de todo tipo y guerras. Son preguntas que muchos se hacen a propósito de la nueva Constitución, ¿será una obra inacabada por la confusión de los lenguajes?, ¿se logrará una obra común en la que todos podamos reconocernos en lo fundamental?, ¿habrá capacidad de diálogo y entendimiento, que siempre significan renunciar a la autoafirmación por el bien del encuentro?

También, pueden ser las preguntas de tantas familias divididas por conflictos de relaciones humanas, por desacuerdos económicos, por violencias destructivas. O pueden ser las preguntas de los amigos que tomaron caminos distintos por diferencias que -en algún momento- parecieron más grandes que el regalo de la amistad. También pueden ser las preguntas de muchos chilenos en este año que se conmemoran 50 años del golpe de estado que trágicamente nos dividió como país, ¿podremos superar los dolores que nos dividen y mirar juntos hacia adelante?

Son preguntas que surgen porque en el fondo de cada persona -a pesar de todos los individualismos, sectarismos ideológicos o divisiones- late un profundo deseo de encuentro con otros, un anhelo unidad por sobre todas las diferencias, una esperanza de comunión en la diversidad. Un anhelo, a veces, muy escondido, pero muy real y verdadero.

Ese deseo, anhelo y esperanza es, aunque muchos no lo sepan ni lo sospechen, la presencia del Espíritu de Dios en todas las personas. Es la imagen preciosa del lenguaje simbólico del relato bíblico que dice que “Dios modeló al ser humano de arcilla y sopló en su rostro aliento de vida”. El soplo de Dios es la comunicación de su Espíritu (la palabra “espíritu” quiere decir soplo, viento, aliento) que nos permite comprender -más allá de los procesos biológicos de la creación- por qué amamos, por qué somos capaces de conmovernos ante el dolor y ser solidarios, por qué podemos distinguir entre el bien y el mal, por qué nos emocionamos con la belleza. Todo eso ha llegado a nosotros con el soplo de Dios que es amor, compasión, verdad, libertad, belleza. El soplo de Dios trastoca el hado funesto de la torre de Babel, y hace la unidad de los diversos, constituye la interdependencia, crea comunión.

Siguiendo con el lenguaje bíblico, allí se dice que “Dios concede a cada uno la manifestación del Espíritu para el bien común”. La búsqueda del bien común es uno de los signos más nítidos de la presencia del Espíritu de Dios, que siempre construye un futuro de comunión. El bien común en la familia, en los ambientes laborales, en los barrios, en los grupos sociales y amistades, en las iglesias, en la política y la economía, en el país y en las relaciones entre los pueblos.

Este domingo, los cristianos celebramos la fiesta de Pentecostés, que nos hace presente que el Señor Resucitado comunica su mismo Espíritu a quienes están dispuestos a acogerlo y, al mismo tiempo, lo derrama “sobre toda carne” para beneficio de todos. Tener el Espíritu de Dios significa poner -en primer lugar- el bien común, pensar primero en los demás y en la corresponsabilidad con ellos, porque eso es lo que Dios hace con todos y para el bien de todos.

26 de mayo de 2023