14 de noviembre de 2012
Un día, después de una cena exótica con unos amigos, estuvimos hablando animadamente. Era un encuentro nada casual en la que festejábamos varios acontecimientos. Aquel día, uno de los chicos que se había ido a Senegal, nos estaba explicando su viaje
Senegal. País de ensueño, con sus mujeres guapas y gráciles como gacelas, con esos cuellos alargados y estas miradas felinas. Mujeres delgadas, aunque fuertes
Tierra de los Wolof, de los Serer, de los Fulani y de los Mandinga. Mirada profunda de sus hombres, mirada del África que oscila entre lo seco y lo tropical
Senegal, tierra caliente y con dignidad altiva. Sonrisas blancas y pieles negras. Esto es Senegal.
El chico nos explicaba lo bien que se lo había pasado allí y lo bien que se había sentido como blanco respetado entre los negros. Nos explicó que todo el mundo le adulaba y le veneraba. Y, ya embebido de si mismo y jactándose, nos explicó cómo le miraban las mujeres con devoción. Explicó que un día había estado con una, otro día con otra. Según él, todas le iban detrás y algunas incluso le suplicaban para estar con él… Y guiñando un ojo, dijo que se lo había pasado muy bien con esas chicas que se dejaban hacer de todo
Se recreó, demasiado tiempo a mi parecer, en una escena en la que una de las chicas, lloraba diciendo que le quería cuando sólo se conocían de dos días
Claro, dijo, se mueren de ganas de salir de allí, ven al blanquito y ya ven dinero y euros
Y allí, ya ni siquiera le dejé acabar. Me inflamé, una ira sorda me subió por la garganta y me llenó la mente y los sentidos. Me enrabió que aquel chico, que en España no ligaba, aquel que aquí se arrastraba delante de las chicas españolas, estuviera ahora explicando y con desprecio, como se arrastraban las negras delante de él. Me dio rabia que vayan a países exóticos, los despojos de la sociedad de aquí, a buscar bustos firmes y nalgas turgentes y que después se tomen aires de colonos y de colonizador para hablar como si de un documental antropológico se tratase. Hombres mayores, feos y gordos que en su país de origen no ligan, y que en lugar de agradecer el cielo el poder tener una aventura con una de allí, se vuelven finolis y hablan de ellas con soberbia y con desdén porque a ellos les sale del escroto, de la envoltura testicular. Pues no.
¿Quién era él?
¿Pero qué se había pensado? ¿Qué aquellas senegalesas nunca habían visto un blanco? ¿Por qué tenía que hablar así despectivamente de chicas con las que él mismo se había acostado? ¿A qué había ido allí?
Y con la fuerza de los que no saben por qué se han metido en una batalla, empecé a recriminarle por su manera de hablar de ellas y de que no todas las negras eran iguales. Empecé a gritar que no me parecía justo que hablará así de ellas
Le dije que me parecía repugnante su manera de ver a aquellas chicas y que bien evidente era que si no fuera por ellas, aún estaría él aquí en España reptando y serpenteando delante de chicas que se estimaban demasiado guapas para salir con él.
¿Por qué tenía que pensar que eran unas materialistas que le lloraban por su dinero? Lo que no podía decir de ellas delante de ellas, que no lo dijera delante de mí.
Y de repente me callé. Me callé cuando me di cuenta de que me miraba también con displicencia. Me callé porque me di cuenta de que en parte había dicho una verdad. Era verdad que muchas chicas en muchos países africanos iban detrás de los hombres blancos porque para ellas representaba la salvación, el cumplimiento de un sueño anhelado, la vuelta tan dichosa de la vida, una gran oportunidad de salir de allí para ir a conocer Europa. Las leyendas urbanas decían que los blancos te lo daban todo, y que en su país era todo más fácil. Decían que ibas allí pobre y volvías hecha una rica. Y por esto, muchas africanas se tiran encima del primer blanco que encuentran. Y muchos blancos se sienten como reyes en Zamunda, como seres superiores porque varias negras le han hecho la pelota. Me vi defendiendo una realidad absurda, una verdad ahogada, una realidad que pasa en muchos puertos de África. Todo el mundo espera un regalo del hombre blanco. Y esto, desde la época de la colonización, cuando los blancos llegaban y regalaban espejos, botellas
bibelots feos e inútiles.
Pero no todas las negras son así. Yo no soy así, y mis amigas tampoco. Mujeres educadas y trabajadoras que saben que cada uno vale por lo que es y no por lo que tiene. Y para mí, este chico aquel día no valió nada.
Me puse a pensar en varios blancos que yo conocía, que también habían ido a Senegal y en muchos otros países africanos y que jamás habían hablado como este chico. Blancos con clase que saben que gente rara, hay en todas partes.
Cuando me levanté aquel día de aquella mesa, me sentí sucia. Era como si llevaba encima de mí una capa de mugre que no me pudiese quitar. Se apoderó de mi una impotencia bestial. Veía que nada de lo que yo había dicho cambiaría su opinión, ni la de él, ni la de los que piensan como él. Cada día irán más blancos a África, y volverán explicando sus méritos como hombre blanco y las «lagarterias» de las que se piensan que el blanco es rico. Me avergonzó que la actitud de aquellas chicas negras, repercutiese en la imagen que tenían muchos, de las chicas negras en general. Me entristeció aún más que los blancos que se aprovechaban de aquellos, pudiesen hablar de ello, de manera tan despectiva.
¿Qué hay que hacer para que nuestras hermanas dejen de ver a los blancos como dólares con patas?
Aquel día, me despedí de aquel chico fríamente. Ninguno de los dos nos volvimos a hablar después de aquel día.
(Publicado en yaivi.blogspot.com)
Este miércoles se realizará la presentación oficial de la nueva Tarjeta IA (Integración Austral), una iniciativa conjunta que brindará beneficios a los ciudadanos de ambas ciudades.
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